domingo, 23 de noviembre de 2008

Mucho que perder

Si encontrara la manera de quererte sin que duela,
Si pudiera derrotar al maldito anochecer,
Créeme que, aunque no quiera,
Entraría en la pelea
de luchar por las escenas,
Que se ruedan en tu piel.

Es verdad que no me aclaro,
Si te quiero, o si eso es malo.
Si me matas o algún día te odiaré.
Ya ni entiendo lo que hablo,
Lo que pienso, lo que callo.
Lo que antes de tocarte era parte de mi ser.

Me toca tirar los dados,
En nuestro tablero inventado
Hoy creo que no jugaré.
La partida no ha acabado,
Pero el tiempo no ha parado,
Y me ha obligado a entender
Que es peligroso…y tengo mucho que perder.

Puede ser que mis sentidos
Congelaran la razón
Puede que, tras un suspiro,
Este humo que respiro,
Consumiera mi ambición.
Qué más da si vas o vienes,
Yo no sé si vengo o voy,
Que al final lo que uno tiene,
Es más frágil si lo quieres,
Que sin prestar atención.

No preguntes qué me pasa,
Ya no pienso responder.
Cuatro años nos avalan
en esta absurda cruzada
de querernos sin querer.
“La vida es impredecible”,
me dijiste aquella vez,
es curioso que a estas horas
seas tú el que me llora,
mientras yo subo a otro tren.

Si me pierdo no me busques,
Si te encuentro quiéreme,
Si me paro no me esperes
Y si corro, lárgate.

Me toca tirar los dados,
En nuestro tablero inventado
Hoy creo que no jugaré.
La partida no ha acabado,
Pero el tiempo no ha parado,
Y me ha obligado a entender
Que es peligroso…y tengo mucho que perder.

jueves, 20 de noviembre de 2008

La importancia del camino

Eran muchas las personas allí congregadas. Ninguna de ellas sabía por qué.
La sala era enorme, casi intimidaba; cualquiera se sentía pequeño entre aquellas paredes de madera de pino, agónicas por el paso del tiempo. Al fondo del austero salón había una puerta cerrada. Incomprensiblemente, nadie se atrevía a abrirla.

La luz entraba por la colosal bóveda, centrando su haz sólo en el centro, permitiendo así rincones oscuros donde pasar desapercibido.

Y allí, en una de esas esquinas, agazapada en el suelo, estaba ella. Vestía cara de pena y zapatos azules. Se preguntaba, una vez tras otra, cómo había llegado allí. Asustada, observaba minuciosamente a cada uno de los presentes. Uno por uno; sin excepción.

Desde su rincón tenebroso, podía ver a aquella ama de casa, de mediana edad, que comentaba sus teorías sobre el misterioso lugar con una ejecutiva que, con el brillo del éxito en sus ojos, la miraba sin prestar la más mínima atención.

A su lado, un joven con chandal. Su rol de deportista de élite se adivinaba en su cuerpo fibroso y en esa absurda obsesión por evitar cualquier contacto con la gente que le rodeaba, a quienes miraba por encima del hombro.

En el centro de la sala, erguido bajo la luz, un señor trajeado. Su presencia impecable se hacía un hueco entre el atronador murmullo. Su voz, por encima de la de cualquiera, parecía tener el deber de darle órdenes a todo el mundo. De sus palabras se desprendía una molesta doble moral que bailaba entre el deseo de tranquilizar y las ansias de dominar al grupo. Sin embargo, entre sus ideas para salvarse, no estaba acercarse a la puerta.

Ella permanecía en su rincón. Juzgando, pensando. Intentando analizar a sus desconocidos amigos.
En uno de sus paseos mentales, comprendió una verdad extraordinaria pero, paradójicamente, estaba temblando de miedo.
Cuando el sol comenzaba a relajarse en el oeste, se levantó. Y, con la sensación de ser invisible, se acercó hasta la puerta. Giró el pomo y salió. Aunque no tenía muy claro si salía o entraba.

Al ver el gigantesco salón desde el otro lado, no podía dejar de pensar en por qué nadie había traspasado antes esa puerta. La idea de haber sido la primera en hacerlo le taladraba los sentidos. Sólo el hecho de pensar que había abierto la puerta de la vida -de su vida- parecía romperla por dentro. Quería, sí. Pero, lo encontraba ferozmente complicado. Había hallado la manera de vivir que todos buscan; una perspectiva paralela llena de perpendiculares que escoger. Tanta libertad le dejaba sin aliento. Casi ahogada y temblando, volvió a girar el pomo y entró de nuevo. O salió.

Se sentó en su rincón y comenzó a escuchar al hombre trajeado.

...Al fin y al cabo, es más fácil hacer lo que todos hacen, que perseguir aquello que tú quieres hacer...


Cuentan por ahí, que se acabó muriendo de pena. Y que ni ella misma fue a su entierro, porque no había tenido el gusto de conocerse.