Cortas el camino que recorren mis cortos pasos. Rompes el equilibrio de mi frágil seguridad. Irrumpes con agresividad en mi ilusión por sentirme parte, y fulminas, con una sola palabra, el escaso positivismo que todavía acierto a conservar.
A veces te odio tanto que creo que te quiero. Otras te odio. Sin más.
Por ser el único que quiero que me entienda, sin entender que seas el único que no alcanzo a comprender. No sé si he provocado que me persiga tu ignorancia o clavas tus cuchillos en mi espalda por diversión.
Me apagas. Me anulas. Me impones. El miedo que no tengo con el resto del mundo, se concentra en mis latidos acelerados cuando se trata de ti. Nervios. Tensión. Pánico al fracaso, a una mala respuesta, a un rechazo, a que, simplemente, me hables como me hablas. Dime qué he hecho. Qué quieres de mí.
Si yo sólo pretendo que no me mates cuando me miras, ni me hundas en el subsuelo cuando reúno el valor suficiente para recordar cómo hablar cuando te tengo enfrente. Cuando intento mantener la compostura, como si no fueras un muro que se interpone entre mis risas y mis duelos. Como si no fueras tú quien decide cuándo y por qué ha sido un buen día. Como si no ejercieras de juez en el concurso de mis fracasos, de donde siempre salgo injusta vencedora.
Y no sé cuánto tiempo aguantaré no llevar el timón...
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